Hay perfección en un instante y entonces yo me cuelgo de la belleza que es sólo verdaderamente bella porque se le deja ser, sin la presión de repetirse, de ensayarse, de buscarse, de recrearse.
Es un instante, es un momento y, sin embargo, a la larga, no nos quedamos más que con recuerdos. He estado incluso pensando en que en verdad no vale la pena quedarse. No vale la pena habitar en el abrazo de nadie. Abrazos cualquiera puede conseguirlos en cualquier otra persona.
Nadie es particularmente especial. Camino por el pasillo más lúgubre que existe. Hay un indigente tirado en lo que parecen ser escaleras a la mitad del camino. Él sólo balbucea. Es inofensivo.
Subo esas escaleras. Porque el peligro nunca me ha dado miedo. Porque disfruto sentir la navaja presionando mi garganta sin penetrarla e incluso me da impaciencia y ansiedad el saber que no morí, que me intentaron matar y que yo tengo que seguir viviendo. Me subo al ataúd de ese cadáver, miro desde arriba, estoy ahí enamorada de un hombre muerto, un hombre que no existe y no ha existido, estoy enamorada de la nada, el amor está muerto, el amor murió. Nada existe, una luz blanca cegadora me absorbe. Y yo me entrego sin resistencia. Todo con tal de salir de allí. Para siempre.
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